Con la llegada de las emisiones en 16:9 de la televisión digital, algún avispado publicitario se ha dado cuenta del problema que representan los antiguos televisores de formato 4:3 que aún sobreviven en muchos hogares (como el mío, sin ir más lejos). Un anuncio en formato 4:3 se ve achaparrado en un televisor 16:9, y a la inversa, un anuncio en 16:9 se ve demasiado espigado en 4:3. No hay más que fijarse en las ruedas en los anuncios de coches. Así que algunos anunciantes han optado por una solución salomónica, y están empezando a proliferar en nuestras pantallas los anuncios que no están ni en 4:3 ni en 16:9, sino en un formato intermedio, digamos 14:9. Así, se reduce la deformación en todos los televisores, pero por otro lado, en ninguno se ven bien: en los televisores 4:3 siguen viéndose un poco estirados verticalmente, y en los panorámicos aún se ven demasiado regordetes. La verdadera naturaleza de la publicidad queda así al descubierto: Se trata de deformar sutilmente la realidad para vendernos el producto de turno.
Aunque a veces ocurre lo contrario. Un anuncio, involuntariamente, se convierte en metáfora de una realidad que preferiría ocultar. Ahora estamos viendo en la televisión un anuncio de una tienda o grandes almacenes, no me ha quedado claro, en el que un enorme edificio cae del cielo y se lleva por delante una tienda de beduinos. Es la cara más sucia de la globalización: la destrucción de las culturas autóctonas.
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